La música para guitarra en España en el siglo xx

Primera mitad del siglo XX

La historiografía moderna del instrumento se ha referido al siglo pasado como el tiempo histórico en el que se produce un «renacimiento de la guitarra» debido, fundamentalmente, a su consolidación como instrumento de concierto[1] y la renovación del repertorio por parte de compositores no guitarristas[2].

Pese a compartir esta opinión, algunos autores añaden que esto se debe, en parte, a la «unilateral, excluyente y elitista visión de la guitarra del siglo XIX» (Neri 2014, 881), en la que se sobrevaloraba la figura de Francisco Tárrega como iniciador de este renacimiento (Suárez-Pajares 1995, 326). En palabras de Neri de Caso (Neri 2014, 156-157):

[…] Frente a la visión integrista de que el instrumento acababa de renacer gracias a la labor de Segovia, Pujol o Sainz de la Maza, más bien creemos que muchas facetas del instrumento ya estaban instauradas en el siglo XIX, como la organología, la edición musical, el concertismo o la pedagogía… La distorsión de la evolución de la guitarra en el período romántico pudo propiciarse en gran medida por el desinterés historiográfico del instrumento, lo que ocasionó un desconocimiento, conocimiento tópico de esa realidad o la interpretación sobredimensionada de los méritos musicales de Tárrega, quien fue visto como el iniciador del movimiento renovador.
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La figura de Andrés Segovia se ha considerado tradicionalmente como la protagonista de este renacimiento del instrumento, lo cual es excesivamente reduccionista y excluyente (Gilardino 1972, 10). Junto a él destacaron grandes guitarristas como Regino Sainz de la Maza, Miguel Llobet o Emilio Pujol, entre otros. El virtuosismo de todos ellos, su afán por la difusión del repertorio olvidado de música para vihuela y su colaboración con los compositores de la época son factores que nos permiten valorar la relevancia de un conjunto de intérpretes que posibilitaron este cambio.

Aunque en 1919 Federico Moreno-Torroba (1891-1982) compuso Danza y Jaume Pahissa (1880-1969) escribió Cançò en el mar, el Homenaje a Debussy de Falla (1876-1946), escrito entre el 27 de julio y el 8 de agosto de 1920, es considerada la «obra primera y cumbre de este período» (Suárez-Pajares 1997, 41). Esta pieza con aire de habanera y tintes impresionistas marcó el comienzo de una época en la que la guitarra, que en los años del cambio de siglo había simbolizado la España «decadente y deprimida» (Persia 2012, 48), se convierte ahora en emblema de la modernidad y de la identidad nacional, desligándose de lo popular y legitimándose como un instrumento más de la «música culta».

Seguidamente explicaré los tres períodos fundamentales de esta renovación del repertorio desde un punto de vista cronológico, siguiendo la acotación temporal realizada por autores como Neri de Caso (2013, 152), Wade (1980, 152-159) o Turnbull (1974, 108-115).

Se suele considerar hasta 1925 la etapa de arranque de este nuevo repertorio guitarrístico que, tras la estela de la obra de Falla, dará lugar a composiciones como Sonatina (1920-1922) de Moreno-Torroba, Romancillo (1923) de Adolfo Salazar (1890-1958), Peacock-pie (1923) de Ernesto Halffter (1905-1989), la Romanza (1920) de José María Franco (1894-1971) o Tempo di sonata (1920) de Oscar Esplá (1889-1976), todas ellas dedicadas a Segovia. La visión romántica de la música del linarense lo acercó únicamente a los autores que cultivaban estéticas más próximas a la tonalidad, como el neoclasicismo, el impresionismo o el nacionalismo español, dejando de lado aquellos con lenguajes más vanguardistas, como el dodecafonismo. Otros autores que escribieron para este instrumento en estos años fueron Salvador Bacarisse (1898-1963), Fernando Remacha (1898-1984), Eduardo Sainz de la Maza (1903-1982), Julián Bautista (1901-1961), Rosa García Ascot (1902-2002), Antonio José (1902-1936) o Joaquín Rodrigo (1901-1999).

En los años sucesivos, y hasta 1938, fue habitual el incremento del repertorio guitarrístico por parte de compositores españoles, con obras que ampliaban las sonoridades y recursos técnicos del instrumento. En ocasiones, la dificultad técnica no permitía a los guitarristas tocarlas y el estreno de las piezas no se produjo hasta años después. Es el caso, por ejemplo, de la Sonata[3] de Antonio José o de la Toccata[4] de Rodrigo, ambas de 1933.

En este período completó Joaquín Turina (1882-1949) toda la aportación al instrumento, que inició en 1923 con su Sevillana, op. 29. Además de las cinco piezas para guitarra sola que escribió (Sonata, 1932; Homenaje a Tárrega, 1932; Fandanguillo, 1926; Garrotín y Soleares, 1939), la referencia a la guitarra en el resto de su producción es especialmente evidente en su Cuarteto de arcos número 1, «de la guitarra» (París 1910), basado en la afinación de las cuerdas del instrumento (De Persia 2012, 50) Joaquín Rodrigo también comenzó su fructífera producción guitarrística en estos años, en la que destaca la Zarabanda lejana (1926). A estos autores se sumaron otros como el padre Donostia (1886-1956), Rodolfo Halffter (1900-1987), Gustavo Pittaluga (1906-1975), Agustín Grau (1893-1944) o Rafael Rodríguez Albert (1902-1979), en los primeros años treinta.

Solapándose con esta segunda etapa, podemos hablar del período «concertante» (Neri de Caso 2013, 53), en el que la que se consolida la incorporación de la guitarra a la orquesta con obras como el Concierto en Re Mayor op. 99 (1939) de Mario Castelnuovo-Tedesco (1895-1968) en el panorama internacional y, desde la óptica genuinamente española, aunque con repercusiones mundiales, el Concierto de Aranjuez (1939) de Joaquín Rodrigo. Aunque no fueron las primeras de este género[5], «determinaron la entrada de la guitarra en el terreno de la música orquestal, alcanzando unos niveles de audiencia inusitados hasta el momento, y puntuales sobre los que se sustentó una parte esencial de la vigencia posterior de la guitarra» (Suárez-Pajares DMEH, V6 110).

El Concierto de Aranjuez es una de las obras españolas que más beneficios genera por derechos de autor en el extranjero y, aunque tuvo gran éxito desde su estreno, no fue ampliamente conocido en España hasta principios de los años cincuenta y en Estados Unidos más tarde, gracias seguramente a la adaptación que realizó Gil Evans (Iglesias 2010, 308-310). El célebre adagio del segundo movimiento inmortalizó la figura del maestro de Sagunto y, pese a que compuso otros cuatro conciertos para este instrumento (Fantasía para un Gentilhombre, 1954; Concierto Madrigal para dos guitarras y orquesta, 1966; Concierto Andaluz para cuatro guitarras y orquesta, 1967; y Concierto para una Fiesta, 1982) ninguno alcanzó la popularidad del primero. Desde entonces, al igual que había ocurrido con las sinfonías de Beethoven, cualquier compositor que escribió para este instrumento solista tuvo que posicionarse ante la notoriedad del modelo de Rodrigo.

Regino Sainz de la Maza fue quien le pidió al de Sagunto que escribiera un concierto para su instrumento y su rotundo éxito propició que emprendiera otros proyecto compositivos con otros autores, como Salvador Bacarisse (Concertino en la menor, op. 72, 1957), Ernesto Halffter (Concierto, 1969), Manuel Palau (1893-1967) (Concierto levantino, 1948), Fernando Remacha (Concierto para guitarra y orquesta, 1956), Javier Alfonso (Suite en estilo antiguo, 1957) y Federico Moreno Torroba (la orquestación de su Sonatina, 1958). En palabras de Leopoldo (Neri de Caso 2013, 569):

Todos ellos se enmarcan dentro de la estética neoclásica pero con un tratamiento diferenciado del instrumento. El planteamiento tradicional de que la orquesta acompañe al solista tomó una nueva orientación sobre todo con el Concierto de Remacha, el cual aporta desde un punto de vista armónico y melódico una sabia renovada, alejada de cualquier influencia del Concierto de Aranjuez. No obstante, la tiranía concertística ejercida por la obra magna del compositor saguntino relegó al resto del repertorio concertante promovido por Sainz de la Maza a un grado de difusión secundario.

Las tipologías formales más utilizadas en las composiciones para guitarra de la primera mitad del siglo XX en España[6]: preludios y danzas (pequeñas dimensiones, carácter improvisatorio, uso habitual de melodías populares), piezas de tipo didáctico (sin estructura fija, gran variedad formal), sonatas, suites (diversas danzas agrupadas, piezas enlazadas con frecuencia por un agente extramusical) y conciertos para guitarra y orquesta (estilo concertante, diversidad de estéticas).

Segunda mitad del siglo XX

La enorme variedad de lenguajes que encontramos en la música de la segunda mitad del siglo xx se presentan también en las composiciones para guitarra. Este será el momento en el que realmente el instrumento entre en la vanguardia europea y se distancie definitivamente del estancamiento pasado.

Gran importancia tuvo el estreno de la composición serial Le marteau sans maître (1954) para contralto y seis instrumentos (flauta alto, xilófono, vibráfono, guitarra, percusión y viola) de Pierre Boulez (1925), una obra crucial para la evolución de la vanguardia. Desde entonces, se produce un incremento notable de composiciones camerísticas para guitarra, cuyas posibilidades a nivel tímbrico serán explotadas también por los compositores de nuestro país, con obras como Solo a Solo (1968) para flauta y guitarra de Claudio Prieto (1935-2015), Miriada (1969-1970) para guitarra y percusión de Tomás Marco (1942) o Vermelia (1976) para cuatro guitarras de Xabier Berenguel (1931).

El instrumento comienza también a ser utilizado a modo de percusión y los compositores prescriben en la partitura la realización de ritmos en distintas partes de la caja, como en Phrase (1979) de Joan Guinjoan (1931). Además, la paleta de sonoridades disponibles se amplía mediante la utilización de objetos no habituales (vasos, cucharillas, arcos de violín…) que permiten una mayor explotación de los recursos tímbricos. Carles Guinovart (1941), por ejemplo, hace uso en Dodaim (1991) de una especie de «guitarra preparada», donde es necesario colocar una goma elástica puesta entre los trastes IX y X. Resulta claro en este caso el intento de trasladar el planteamiento original del piano preparado al ámbito de la guitarra, lo que delata la plena aceptación del instrumento como un recurso organológico más por parte del compositor.

La tecnología es otro de los elementos que se incorpora, como en Tres cànons en homenaje a Galileu (versión para guitarra eléctrica y tres magnetófonos) (1975) de Josep Maria Mestres Quadreny (1929). El guitarrista y compositor Francisco Otero (1940) hace uso también de la electrónica en su obra Mito, delirio y desmembración de una milonga (1980), utilizando unos micrófonos que controlados electrónicamente modifican el sonido del instrumento (Albaraz y Soto 2010, 162).

Todo esto demandaba la aparición de nuevas grafías visibles, por ejemplo, en Temples (1978) de Jesús Villa Rojo[7] (1940) o en Intento a dos (1970) para guitarra y percusión de Xabier Berenguel (1931), que emplea la notación conocida como space notation[8]. En la amplia producción para guitarra de este último, especialmente fructífera en la década de los setenta, incorpora sonoridades no convencionales como cruzar las cuerdas o aplicar un vaso de cristal, indicadas también con grafías especiales.

Junto al notable incremento de las obras camerísticas que incluyen a este instrumento, destaca en esta segunda mitad de siglo la proliferación de conciertos para guitarra y orquesta, con una gran variedad estilística entre ellos. El camino que se abrió con el Concierto de Aranjuez y que dio lugar a multitud de obras de este tipo en la primera mitad del siglo XX, se consolida aún más en este periodo. Además de los ya mencionados, encontramos otros como L’Estro Aleatorio II (2007) de Mestres Quadreny, en el que se utiliza una guitarra eléctrica y dos guitarras clásicas con las cuerdas y la afinación modificada, Persistencias (1972) para guitarra amplificada[9] de Leonardo Balada (1933) o el Concierto para guitarra y orquesta (1990) de Joan Guinjoan.

A grandes rasgos podemos constatar la existencia de dos estilos diferenciados de componer para guitarra en la segunda mitad del siglo pasado: uno más ligado a la tradición y otro más de vanguardia. En el primer caso, encontramos autores como Rodrigo o García Abril que, en mayor o menor medida, se encuentran apegados a un lenguaje tonal y mantienen los principios de melodía, forma o armonía. En el segundo caso, podemos encuadrar a compositores como Luis de Pablo (1930) o Cristóbal Halffter (1930), que rompen precisamente estos principios y utilizan lenguajes y técnicas más vanguardistas, como la aleatoriedad, la música concreta o el dodecafonismo.

Estos lenguajes y técnicas más innovadores a veces utilizan formas musicales del pasado, como la forma sonata: Sonata del fuego (1990) de Tomás Marco, Sonata del Pórtico (1994) de Antón García Abril (1933) o Sonata Giocosa (1958) de Joaquín Rodrigo, por ejemplo. Son habituales también las fantasías, cuya esencia desde el punto de vista formal radica en la libertad que deja al compositor (Díaz Soto 2012, 343). Prueba de ello es la recopilación de ocho piezas con ese nombre que formaron Iberia 1990, con autores como Tomás Marco, García Abril o Román Alís (1931-2006). En último lugar, llama la atención la composición de obras que están directa o indirectamente influidas por elementos extramusicales, como en Fábula (1991) para guitarra sola de Luis de Pablo, inspirada en textos de Gerardo Diego.

Composición para guitarra de autores latinoamericanos en el siglo XX

En la primera mitad del siglo destacaron el brasileño Heitor Villa-Lobos (1887–1959) y el mexicano Manuel María Ponce (1882–1948). El primero, además de su Concierto para guitarra y pequeña orquesta (1951), escribió un conjunto de obras relevantes dentro del panorama de la composición para guitarra de aquellos años, como sus Cinco Preludios (1940) o sus Doce Estudios (1929). En cuanto al segundo, compuso sonatas, variaciones, preludios y el Concierto del Sur (1941) para guitarra y orquesta. Pese a la novedad del lenguaje, con un fuerte peso de la música popular de sus países (muy evidente, por ejemplo, en Chôro no.1 de Villa-Lobos de 1920), las tipologías formales empleadas son las mismas que las utilizadas por los compositores españoles.

Asimismo, trascendental será también la figura del guitarrista y compositor paraguayo Agustín Barrios (1885-1944), cuya música está muy influenciada por el estilo romántico y por el uso del folklore, evidenciando siempre sus orígenes indígenas. Algunas de sus creaciones más llamativas son La Catedral, Un sueño en la Floresta o El último trémolo, reseñables por su virtuosismo y expresividad.

En la segunda mitad de siglo destacaran el argentino Alberto Ginastera (1913–83) y el cubano Leo Brouwer[10] (1939). El primero escribió la Sonata (1976), una de las piezas para guitarra sola de este periodo más interpretadas, en la que aunó las raíces folklóricas de su país con los nuevos procedimientos compositivos. En cuanto al cubano, su influencia en la composición para guitarra ha sido trascendental. De la amplísima producción guitarrística, con una decena de conciertos, parece imprescindible citar La espiral eterna (1970), en la que introduce recursos poco habituales como el tapping, y el Elogio de la danza (1964), originariamente compuesta para ballet y en donde se referencia a danzas primitivas y al misticismo.

Bibliografía

  • Alcaraz Iborra, Mario, y Roberto Díaz Soto. 2010. La guitarra: Historia,  organología y repertorio. Alicante: Editorial Club Universitario.
  • Fernández Fernández, Jorge. 2013. «La aproximación al lenguaje guitarrístico de Eduardo Morales-Caso (1969): Estudio analítico». Trabajo Fin de Grado, Universidad de Valladolid. http://uvadoc.uva.es/bitstream/10324/8140/1/TFG_F_2014_50.pdf 
  • Fernández Fernández, Jorge. 2014. «Eduardo Morales-Caso (1969) en el panorama actual de la composición para guitarra en España». Trabajo Fin de Máster, Universidad de Valladolid. 
  • Gilardino, Angelo. 1972. «La rinascita della chitarra». Il Fronimo 1: 10-12.
  • González Lapuente, Alberto, ed. 2012. La música en España en el siglo XX. Vol. 7, Historia de la música en España e Hispanoamérica. Madrid: Fondo de Cultura Económica.
  • Marco, Tomás. 1989. Historia de la música española. 6. El siglo XX. Madrid: Alianza.
  • Neri de Caso, Leopoldo. 2013. «Regino Sainz de la Maza (1896-1981) y el renacimiento español de la guitarra en el siglo XX». Tesis doctoral, Universidad de Valladolid.
  • Persia, Jorge de, «Del modernismo a la modernidad». En Historia de la música en España e Hispanoamérica: la música en España en el siglo XX, editado por Alberto González Lapuente, 24-100. Madrid: Fondo de Cultura Económica de España.
  • Suárez-Pajares, Javier. 1995. «Las generaciones guitarrísticas españolas del siglo XIX». En La música española en el siglo XIX, editado por Emilio Casares y Celsa Alonso, 325-373. Oviedo: Universidad de Oviedo.
  • Suárez-Pajares, Javier.. «Aquellos años plateados. La guitarra en el entorno del 27». En: La guitarra en la historia, editado por Eusebio Rioja, vol. 3, 35-57. Córdoba: La Posada. 
  • Suárez-Pajares, Javier. 2002. «Guitarra». En Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana, editado por Emilio Casares, vol. 6, 106-112. Madrid: Sociedad General de Autores y Editores.
  • Turnbull, Harvey. 1974. The Guitar from the Renaissance to the Present Day. Nueva York: Charles Scribner’s Sons.
  • Wade, Graham. 1980. Traditions of the classical guitar. Londres: John Calder.

 

[1] Durante las primeras décadas del pasado siglo, proliferaron los conciertos de este instrumento en lugares apartados de los habituales salones privados decimonónicos, como la Sala Mozart en Barcelona o el Círculo de Bellas Artes, el Ateneo y la Sociedad Nacional de Música en Madrid.

[2] Los programas de concierto de guitarra contenían cada vez menos las transcripciones de autores románticos, que gustaban tanto al público. Por su parte, comenzaron a incluirse repertorio histórico de piezas para guitarra, laúd y vihuela del Renacimiento y el Barroco, junto con obras escritas modernamente por compositores no guitarristas (Neri de Caso 2014, 147).

[3] Se trata de una pieza de grandes dimensiones, concebida en cuatro movimientos y con un marcado carácter cíclico, que contiene pasajes de muy difícil ejecución en una guitarra. Incluso desde una perspectiva internacional, la Sonata de Antonio José apenas tiene parangón. Según Gilardino (Gilardino y Saenz Gallego 1990, 7), las únicas sonatas de este período comparables a nivel técnico y compositivo son la Sonata, «Ommagio a Boccherini» (1935) de Mario Castelnuovo-Tedesco y la Fantasia-Sonata de Juan Manén (1930), con elementos programáticos sobre Fausto de Goethe y en la que utiliza acordes con posiciones poco habituales y que ayudan a dar una nueva sonoridad a la guitarra

[4] Descubierta por Leopoldo Neri de Caso, esta segunda obra escrita por Rodrigo para guitarra sola presenta un extenso abanico de acordes, escalas y arpegios, sin precedentes en la composición para este instrumento.

[5] El primer concierto para guitarra del siglo XX fue escrito en 1930 por el guitarrista y violonchelista mejicano Rafael Adame Gómez (1905-1960), y se estrenó ese mismo año en el Anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria de México DF. Fue compuesto para guitarra de 7 cuerdas, un modelo habitual en el país, y precede en diez años el estreno del famoso Concierto de Aranjuez.

[6] Pese a que aparecen dos ejemplos cuya composición data de la segunda mitad de siglo (Platero y yo, 1968; Suite compostelana, 1962), se inscriben dentro de la estética musical de lenguajes predominantes en la primera mitad del siglo XX.

[7] De hecho, Jesús Villa Rojo publicó un libro en 2003 titulado Notación y grafía musical en el siglo XX que trata, precisamente, este asunto.

[8] A través de este sistema se intenta representar las duraciones mediante el espacio entre notas; utilizando para ello, en ocasiones, papel milimetrado.

[9] La dificultad que entraña la composición de un concierto en el que el solista sea un instrumento con una limitada sonoridad como la guitarra, ha planteado la necesidad de los intérpretes de utilizar, a menudo, la amplificación. Resulta interesante observar como los propios compositores, como en este caso, demandan ya, directamente, el empleo del instrumento amplificado.

[10] Leo Brouwer, además de compositor es también guitarrista. Resulta curioso cómo, aproximadamente a partir de los años 70, resurge nuevamente la figura tradicional del guitarrista-compositor, con figuras como el ruso Nikita Koshkin (1956), el francés Francis Kleynjans (1951), el tunecino Roland Dyens (1955) o, en el ámbito español, David del Puerto (1964).


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